martes, 17 de enero de 2017

23:47

José trabajaba de noche por lo que las mañanas intentaba pasarlas durmiendo, digo intentaba porque no era habitual conseguirlo. Su hijo, Pepe, tenía 6 años y mucha energía por las mañanas. María se levantaba y comenzaba a preparar las cosas a las 6:30 y José llegaba a las 7,  se tomaban ella un café cargado y él una infusión relajante, hablaban de banalidades, se decían que se querían y José iba a despertar a su hijo y a vestirlo. En cuanto el crío estaba preparado, José lo dejaba con su madre y él se metía en la cama.
María entraba a trabajar a las 8:30, por suerte su trabajo estaba cerca del colegio de Pepe y le permitía ajustar al máximo sus horarios, incluso a veces se permitía el lujo de durante la hora de la comida ir a recoger a su hijo e irse a comer con él al bar de Ramón, que estaba justo en la esquina del trabajo de María.
Pepe, tenía un reloj que le habían regalado sus abuelo el año anterior, aún era demasiado grande para su muñeca, así que lo llevaba enrollado justo por encima del codo. Como para sus padres el tiempo era muy importante, para él también debía serlo, así que intentaba calcular los minutos y segundos de todo en su vida. El tiempo entre su casa y el colegio, el tiempo entre el colegio y el bar de Ramón, incluso el tiempo que tardaba su madre en comerse un flan. Por esa razón Pepe había aprendido a aprovechar al máximo el tiempo que estaba con sus padres, para no perder ni un instante en otras cosas que no fueran esenciales. Sabía que al llegar del cole tenía exactamente 33.2 minutos para merendar y ver los dibujos sentado en la mesa de la cocina, mientras sus padres estaban preparando cosas o hablando. Luego irían a comprar, a dar una vuelta o al parque, dependía del día de la semana que fuera. Después a casa, a preparar la cena y el tupper de papá, cenar y a dormir. A las 22:05 papá tenía que haber salido de casa para llegar a tiempo al trabajo, así que para que pudiera leerle un cuento tenía que estar en la cama a las 21:30 exactamente, cosa que siempre sucedía. Pepe se sentía muy orgulloso de su dominio del tiempo, incluso a veces creía que podía calcular el tiempo que tardaba en dormirse, pero eso no era exacto nunca.
Una noche de febrero, a las 23:47 Pepe abrió los ojos y se sorprendió al ver todo a oscuras, nunca había visto la oscuridad completa, menos mal que su reloj tenía luz, apretó el botón lateral e intentó iluminar la estancia. La escasa luz le permitía intuir formas, pero no era suficiente. Aunque conocía su habitación, le costaba llegar a la puerta. Tanteando con los pies el suelo para no pisar ninguna pieza de lego iba avanzando lentamente.
Finalmente llegó, intento encender la luz, pero no funcionaba, tenía miedo, aunque no era miedo a la oscuridad, se acababa de dar cuenta de que tampoco escuchaba nada, lo único que perturbaba el silencio era su respiración y los latidos de su corazón.
Al cruzar el umbral de la puerta, la situación cambió completamente, se encontró en un pasillo completamentamente blanco, se cruzó con otros niños que parecían de su edad, todos parecían igual de desorientados que él.
Al llegar al final del pasillo se encontró con un aula, con pupitres y una pizarra, todos los niños se sentaron como si supieran exactamente donde tenían que colocarse, en la tercera fila quedaba un hueco, Pepe, supuso que sería el suyo.
Cuando ya estaban todos sentados, por una puerta lateral apareció un hombre alto, muy alto, más alto de lo que Pepe pensaba que fuera posible. Se presentó como Fede y en la pizarra escribió FD.
Uno por uno pidió a todos los niños que se presentarán, extrañamente ninguno parecía asustado o reticente a presentarse, ni siquiera Pepe parecía sentir ningún tipo de emoción negativa, se sentía cómodo en ese lugar. Conforme se iban presentando Pepe vió un rasgo común en esos niños, todos llevaban un reloj. Distintos tamaños, formas y tipos, pero todos llevaban uno.
Os preguntareis qué hacéis aquí, dijo Fede, todos respondieron moviendo la cabeza afirmativamente.
El hombre les explico con unos dibujos en la pizarra bastante mal hechos que estaban en una nave intergaláctica, y que ni él ni nadie de la tripulación eran humanos, simplemente lo parecian.
Les contó que habían sido seleccionados de entre todos los habitantes de la tierra por ser los que mejor manejaban el tiempo, siendo capaces de controlar en algunos casos incluso el tiempo de los que les rodean de manera casi perfecta.
Todos los niños sonrieron, todos menos uno que comenzó a llorar, todos le miraron extrañados, Fede se acercó para ver lo que le sucedía y el niño le enseñó el reloj roto que tenía sobre la mesa. El alienígena simplemente toco el aparato e inmediatamente volvió a recomponerse completamente, revolvió el pelo del niño y regresó a la pizarra.
Fede siguió explicándoles que desde ese momento serían entrenados en el arte del tiempo, cada noche a la misma hora se despertarían y el reloj se detendría en la tierra. Así podrían vivir su vida normal sin problemas.
Seguían cada una de las palabras del alienígena casi sin parpadear, cada explicación era un mundo nuevo, hasta que llegó a la parte más importante del discurso.
Los viajes espaciales se medían en tiempo, por lo que nadie mejor para trabajar en ellos que gente educada expresamente para dominarlo. Querían que ellos fueran científicos espaciales.
Fede chocó la mano con cada uno de ellos al terminar la clase y todos volvieron a sus habitaciones.

Al día siguiente Pepe dibujo a su alienígena favorito y sus padres lo colgaron en la puerta de la nevera.

Este relato ha sido escrito para el primer ejercicio del taller literario de "La Nave Sonda".
En el siguiente enlace podreis encontrar los demás relatos participantes en este primer ejercicio.
Primer ejercicio del taller de relatos de "La Nave Sonda"